De ciudades y ríos

Cuando pienso en ríos y parajes, curiosamente vienen a mi mente las primeras palabras con las cuales abre uno de los cuentos que más recuerdo de mi infancia, «Griselda», de Charles Perrault:

“Al pie de las montañas donde el Po, surcando entre cañaverales, baña con su aguas montañas y valles…”

Ya ese inicio me transportaba a un lugar signado por el curso del río y, en la imaginación de esa niña que era, podía recrear la campiña, la ciudad y la vida a sus márgenes. Ese cuento, solo con esas palabras iniciales, me llevó hasta un atlas para saber dónde estaba el Po, cuáles ciudades cruzaba y cómo convivían sus habitantes con él. Y esa curiosidad me llevó a la biblioteca para viajar por muchas más ciudades surcadas por un río: París y el Sena, donde vivía sus aventuras «Madeline», entre el río y la torre Eiffel; Londres y el Támesis, siguiendo los pasos de «Oliver Twist», huérfano y solo en esa enorme ciudad; el pozo fresco de los alegres baños en «Memorias de Mamá Blanca», en cuyos alrededores crecía la caña de azúcar y pastaban las vacas; los larguísimos Nilo y Amazonas, atravesando países en las hojas del atlas y, más cercano geográficamente, el Orinoco, que inspiró aventuras con su célebre mito sobre El Dorado y la fantástica expedición descrita por Julio Verne en busca del nacimiento del río en «El soberbio Orinoco».

Así la idea del río, la ciudad y los libros como una triada quedó en mi ruta de lectura, sumando a lo largo de ese recorrido muchas páginas donde el río es personaje, escenario vital, elemento de vida y referencia obligada. Porque ¿quién podría imaginarse las peripecias de Huckleberry Finn y Tom Sawyer sin el Mississippi, pensar en la civilización egipcia sin el Nilo o no asociar al Guadalquivir con la poesía de Federico García Lorca?

“El río Guadalquivir
va entre naranjos y olivos
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.”

Y desde esa asociación de mi imaginario infantil, las ciudades corren junto a un cauce. El río es entonces punto de partida para el asentamiento, para la vida. En «La calle es libre», el río inicia claro y con peces, para convertirse en poco tiempo en vertedero con la demanda creciente de la apretada demografía que lo rodea y, como el Guaire abajo en la ciudad, es también desagüe abierto de las casas y se desdibuja hasta desaparecer. Otras veces es frontera que separa, marca el límite de la convivencia frente a las diferencias culturales y se convierte en sueño de una amistad secreta entre dos niños de diferentes riberas, como en «La otra orilla». O es sueño hecho realidad, cuando los niños de «El puente» logran unir los pueblos cruzando el río, aunque les dure poco la alegría por la guerra en la que después se enfrentan los adultos.

A la orilla del agua conviven también los personajes de la serie Sapo, y es en «Sapo y el forastero» donde el río acompaña a Rata, recién llegada al bosque, a derrumbar los prejuicios que la reciben como sucio, vago e indeseable; pues en él nada a diario para asearse, de sus aguas rescata a Liebre que se ahoga, con ellas sofoca el fuego de la casa de Cochinito y a su orilla cuenta historias que fascinan a Sapo y Pata. 

El río es también camino para viajes deseados. Camila en su barco va a buscar el mar desde su habitación en «El barco de Camila», navegando hacia el atardecer. «Miguel Vicente Pata Caliente» anticipa su viaje más allá del río Guaire hasta las inmensas aguas libres de ese Orinoco grande que anhela y, cuando lo inicia, nos sumerge en ellas porque el motor del camión suena como ese río y ese rumor lo va arrullando –y nos arrulla con él– en la carretera.

Otras veces el río es leyenda y fuerza salvaje, que signa la vida a su lado y si se desoye su advertencia se lleva el caserío, la escuela, los libros, para luego regresar a su apacible curso y dejar que la vida siga, como en «La joven maestra y la gran serpiente», donde luego de la crecida las mujeres y los niños reconstruyen la escuela y rehacen los libros con sus telas y sus hilos de colores. Esta fuerza también puede ser solo pérdida y desventura, cuando la lluvia arrasa los poblados y las vidas, dejando escenarios desolados y personajes que te asombran por su templanza. Es el caso de «María Diluvio», inspirado en el deslave de Vargas de 1999. Allí la lluvia es río de lodo y piedras, que reclama antiguos cauces de quebradas. 

Ir a sus aguas puede ser también ritual de despedida, dejar ir la vida flotando en su corriente. En «Más allá del gran río» y en «El pato y la muerte», el río es el último lugar de encuentro, el sitio de la última partida, tomando en sí la función de puente entre la vida, la muerte y la aceptación del duelo. Símbolo de cierre del ciclo natural, ambos libros otorgan al río la propiedad de acoger y convertir el pesar en un adiós más cálido. Se convierten en el Ganges literario para hacer más amable el entendimiento de la muerte como parte de la vida.

Y es el Ganges solo uno de los ríos alrededor del cual bulle la actividad humana, por lo que volvemos al punto de partida y viajamos a través del «Atlas del mundo», para localizar esas ciudades que han crecido en los márgenes de un cauce, nos adentramos en las «Historias de ríos» para saber más detalles de otros ríos y sus orígenes, sus recorridos, del hábitat en sus cursos o conocer «10 ríos que cambiaron el mundo» y descubrir cómo se han asentado las civilizaciones en torno a ellos y las construcciones que los han transformado.

Sin duda, navegar las páginas de estos libros es un fabuloso viaje fluvial que nos aproxima a ese protagonista –a veces muy presente, a veces olvidado– de muchas ciudades: el río.


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