Flamingo

Entre las tres y las cuatro de la madrugada, a juzgar por el color del cielo, David detiene el carro en un margen de la autopista. A lo lejos se perfila la entrada que conduce hacia El Rosal y Chacaíto. 

David baja del carro y desanda el camino hasta donde se encuentran las garzas y los flamencos. Los observa entre los matorrales que crecen a un costado del asfalto. Siempre estáticos, al menos desde la perspectiva fugaz de su carro cada vez que pasa por la autopista, ahora parecen producir un aleteo entre las sombras. Quizás es el recuerdo de las garzas en las riberas del Guaire, posándose o elevándose sobre el cauce podrido, lo que le hace presentir la resurrección de la madera. O puede que también sean las muchas cervezas tomadas durante el concierto. 

Había conocido a Flavia hacía un par de semanas en uno de los toques de La Vida Bohème. Bastó que sus miradas coincidieran en el acorde exacto para que todo lo demás fluyera: el acercamiento, la conversación, el roce. A veces sucede así. Solo es necesario estar en el momento preciso con el alma abierta en la dirección precisa. Es un fogonazo de armonía que la vida sabe captar para luego transformarlo en ritmo. 

Después no hubo citas, ni correos electrónicos, ni llamadas. Apenas alcanzó a ver de lejos su casa, cuando la llevó de vuelta el día de la playa. Fue la sucesión de presentaciones lo que les facilitó las ocasiones de encuentro. 

–Tienes que entender a Flavia. Ella lee demasiada literatura, ve demasiada televisión, escucha demasiada música. Es romántica –dijo Verónica. 

La primera noche que pasaron juntos, la misma que se conocieron, Flavia le brindó un adelanto mixto de su personalidad. Estaban echados en una cama de hotal, en ropa interior, barajando interpretaciones sobre la letra. Para Flavia se trataba de una canción de amor. 

Si te tumba el mar abierto y el odio te ciega/ yo estaré ahí con balsas y un millón de velas/ porque cargas un morral de miedo y la montaña no sosiega/ y aunque a veces te moleste yo aún te haré la cena/ otra vez. 

Flavia tenía el iPod entre sus senos y su voz se perdía en la oscuridad fosforescente de la habitación. Tenía un audífono en su oreja izquierda y el otro estaba en la oreja derecha de David. 

–Es una canción de amor –dijo Flavia–. Un poco machista si la canta una mujer, ¿no?, pero igual es bonita. 

David trató de imaginarse a sí mismo, viejo, de treinta años, llegando a la casa, cansado después de un largo día de trabajo. Flavia lo estaría esperando con la mesa puesta. Trató de imaginar la escena pero no pudo. 

–¿Y el título? –preguntó David. 

Eran sus primeras palabras desde que llegaron a la habitación. Tal vez desde que habían salido del local, pues David no hablaba mucho. Fue ella quien le dijo algo en primer lugar, un comentario indefenso en medio del ruido. Él se había limitado a asentir, a pronunciar uno que otro monosílabo y a seguirla en lo que ella propusiera y dispusiera. 

A la salida del toque, fueron a Misia Jacinta. Pidieron arepas y más cervezas. Flavia no paró de hablar en el tiempo que estuvieron ahí y David no paró de escuchar. Y ese escuchar sostenido lo percibió Flavia en medio de su parloteo, sintió la leve hojarasca que sus palabras provocaban en la mente y en el pecho de David. Y así supo que David era bueno. 

–Eres bueno –le dijo.
David se sonrojó, trató de reír.


–¿Cómo sabes?


–Porque lo sé. No te dé pena. Ser bueno es sexi, sobre todo en Caracas.


Flavia pidió la cuenta. Vio alejarse al mesonero y observó su reloj.


–Van a ser la cuatro –dijo Flavia–. ¿Qué hacemos?


–¿Quieres ir a otro lugar? Greenwich debe estar abierto.


–No. Estoy cansada.


–¿Te llevo a tu casa?


–Tampoco. Le dije a mi mamá que me quedaba donde Verónica, ¿sabes?, la chama que estaba conmigo.


David no supo cómo interpretar aquello.


–¿Dónde vives? –dijo Flavia.


–En San Román. Pero no te puedo llevar. Mi mamá se pondría histérica. Una vez la novia de mi hermano pasó la noche en la casa y fue un escándalo. Ahora cada vez que salgo, mi mamá me recuerda que la casa no es un motel. 

–Entiendo. Vamos al Riazor, entonces.


–¿Qué es eso?


–Un motel.


El Riazor quedaba en El Rosal, en la calle aledaña a la autopista, al norte de la frontera de las garzas y los flamencos. 

–Te adelanto que no vamos a hacer nada –dijo Flavia. 

David no dijo nada y estacionó el carro. 

–Tengo la regla –explicó. 

–Ok –dijo David. 


*

–¿El título? Que se llame Flamingo es la confirmación de que es una canción de amor. ¿No has visto nunca dos flamencos besándose? Sus cuellos, sus cabezas y sus picos forman un corazón. Es impresionante –dijo Flavia. 

–¿Cómo sabes que están besándose? 

–El otro día pasaron un programa sobre los flamencos en Animal Planet. En el programa dijeron que cuando un flamenco se empata con otro, o una flamenca se junta con un flamenco, es para siempre. Igual sucede con los loros. 

–¿Dijeron eso sobre los loros?


–No, pero fíjate que vuelan en pareja. En la UCV siempre vuelan así. 

–Las de la UCV son guacamayas.


–Y loros.


–Pero yo he visto, siempre en parejas, guacamayas.


–Porque son fieles, como los loros. Y como los flamencos.


En algún punto de la conversación se quedaron dormidos. 

Fotografía de Régulo Gómez


*

David tanteó la reja que protegía el terreno. La luz de un poste le permitió descifrar una hendidura entre un tubo doblado y la escaramuza de la reja, seguramente descoyuntados por el impacto de un carro ebrio. Una mitad del tubo colgaba como un brazo fracturado, apenas una hilacha de metal lo mantenía unido. David lo flexionó para arriba y para abajo un buen rato hasta que el metal se desprendió. 

Empuñándolo como una lanza, entró. 

Una vez adentro se quedó hipnotizado por la imagen. Las garzas y los flamencos, impávidos, observándolo y como a punto de alzar vuelo. Con esa fijeza y a la vez esa premura que la noche le imprime a todo lo que se le resiste. 

Contuvo el aliento y posó una mano sobre la cabeza de una de las aves. El frío de la madera le acarició la punta de los dedos. Con más confianza, como si ya no temiera un picotazo, apretó con fuerza el cuello y lo tironeó. El animal apenas se movió. David bajó hasta las patas, dos pedazos de cabilla clavados en la tierra. Hizo en esas extremidades el mismo movimiento con idéntico resultado. 

Una sombra baja, acompañada de un chillido, se sacudió entre los matorrales. 

Ratas, pensó, volviendo a tomar el tubo que había recostado en una de sus piernas. Y de sólo imaginar sus asquerosas patas, comenzó a sudar. El carro, pensó. Dio unos pasos hasta alcanzar la reja, se asomó por la hendidura y se aseguró de que todo estuviera en orden. 

Una nueva sacudida chillona de las hojas hizo que se concentrara. Volvió a entrar, alzó el tubo como un pilón y lo clavó en la tierra, varias veces, alrededor de las patas de metal. Una línea de sangre le calentó el brazo. En uno de los enviones se había cortado con el duro filo del pico. En menos de una hora, Flavia estaría bajando hacia el aeropuerto. Si quería dejarle la sorpresa tenía que apurarse. David se secó la herida con la franela, juntando en una misma mancha su sangre y los restos de tempera y continuó cavando.



*

Se volvieron a encontrar dos días después. Era viernes, aún faltaba para que La Vida Bohème se montara y ya el local estaba abarrotado. En el trajín de la barra vio a Verónica. Ella lo saludó como si fuera un amigo de toda la vida. David invitó la primera ronda de cervezas. 

–¿Y Flavia? –preguntó David.

–Debe estar por llegar.


–¿Por qué pones esa cara?


–Por nada. 

–¿Qué te dijo Flavia?


–Que eras un perverso.


–¿Qué?


–Te pusiste todo rojo. Flavia tiene razón. Eres un pan de dios.


Aquello le molestó. Temió que, como siempre, la maldita ternura que inspiraba en las mujeres terminara por arruinarlo todo. Si quería acostarse con Flavia, si quería por fin acostarse con alguna mujer, tenía que empezar a curtirse, ser menos atento, más tosco. Aceptar que el amor, o simplemente el sexo, requiere, por lo menos, de una mínima disposición para herir. 

El toque terminó tarde y salieron del local a las cinco de la mañana. David, Miki, Verónica y Flavia. Fue ella, Flavia, la que propuso bajar a La Guaira. 

Manejar en ese estado es un peligro mortal. Un pestañeo y estás muerto. La contraparte es que, si no te matas, también en un pestañeo estás en tu destino. Así, empujados por los baches del sueño, vieron el último instante del amanecer y la afirmación definida de los colores de la mañana. Se escuchaba el sonido de las turbinas de los aviones, acabando de despegar del aeropuerto, al otro lado de la costa. 

Aún reflexionaba David sobre distancias y pestañeos, sobre sonidos y ausencias, en plena orilla del mar, cuando Miki prendió un porro. 

El tabaco pasó de mano en mano mientras las olas, a ritmo de Capoeira, se seguían plegando y desplegando. 

–Así deberían ser las cosas –dijo Flavia, de pronto. 

Tenía el porro entre sus dedos y lo observaba con detenimiento mientras hablaba. Parecía que estuviese leyendo el futuro. 

–¿Qué cosa? –preguntó Miki. 

–Esto. Poder fumar tranquilos. En Ámsterdam te sirven marihuana hasta con el café. No estoy exagerando. 

–Supéralo –dijo Verónica.


–Idiota –dijo Flavia.


–Dudo mucho que en Ámsterdam tengan estas playas y que el ron sea tan barato –continuó Verónica, empuñando la botella que Miki había sacado–. ¿Tú qué dices, David? ¿Tengo o no tengo razón? 

David no contestó. Tenía una expresión risueña, desgajada. Se dejó caer en la arena. Pero en el fondo, o al menos en parte, estaba de acuerdo con Flavia. Y también con Verónica. Así deberían ser las cosas. Pero no con respecto a la marihuana o el ron, o no sólo con eso, sino con el mar. Las personas deberían nacer y pasar los primeros años de su vida frente al mar. Luego, con el tiempo, podrían hartarse y marcharse si quisieran a la ciudad, con sus amaneceres y atardeceres súbitos de bombillo encendido o apagado y sus pájaros de madera. O a lo alto de una montaña. Pero sólo después de haber tenido la fortuna de nacer frente al mar. 

Si te tumba el mar abierto. Si la montaña no sosiega. ¿Entonces qué? 

David sintió que la burbuja oceánica de la mañana se había roto. Contempló a Flavia y a los demás como desde una isla. 

–Dame tu número –le dijo. 

Flavia sonrió, le acarició la mejilla, se puso de pie y se encaminó hacia el carro. Fue entonces cuando Verónica le dijo que tenía que entender a Flavia. Literatura, cine, música, demasiado romántica. 

En la noche de ese día, La Vida Bohème volvió a presentarse. Allí se volvieron a ver y esta vez no esperaron a que tocaran Nicaragua y se fueron al Riazor e hicieron el amor. 

En la habitación, en medio de los besos y las prendas de ropa que caían, David repasaba mentalmente los movimientos tantas veces practicados en el baño de su casa: romper el envoltorio con los dientes por un costado, sacar el preservativo presionando la punta para expulsar el aire y embutirse el pene lo más rápidamente posible, evitando así una inconsistencia que lo dejara en ridículo. 

Sin embargo, Flavia no le dio tiempo para maniobrar. Se puso a chuparlo y cuando lo vio dispuesto, sin mediar palabra, se sentó en su centro. 

Un minuto después, Flavia le decía que no se preocupara. 

–No te preocupes. Con el tiempo resistirás más.


–No es eso lo que me preocupa –dijo David.


–¿El condón, dices? No creo que hubieras llegado a ponértelo. 

–O sea que, además, debo agradecerte.


–Más o menos, sí.


Flavia sonreía. Después se acostó en su pecho y le acarició el cuerpo. David se distrajo con las caricias. En el fondo, sabía que Flavia tenía razón.


–En Holanda es así. Hay un burdel en Ámsterdam exclusivo para hombres minusválidos o deformes. Lo que no van a encontrar en ninguna otra parte, lo encuentran ahí. Ese burdel es tan importante como un hospicio para los pobres.

–¿Cuál es tu asunto con Holanda?


–Es el mejor país del mundo. Quiero vivir allá.


–¿Para poder fumar?


–También. Cuando vayas al Museo Van Gogh, cuando visites la casa de Ana Frank, cuando recorras esos campos llenos de tulipanes, me entenderás. Y entenderás también que este país es una mierda. 

David permanecía callado.


–¿No te parece que este país es una mierda? 

–Una mierda, lo que se dice una mierda, no. 

–Se ve que no has viajado.


–Sí he viajado.


–¿A dónde? 

–A Miami. 

–Viajar a Miami es todo lo contrario de viajar. Ir a Miami es regresar al corazón de Venezuela. Todo es culpa del maldito petróleo. Pero cuando viva en Ámsterdam nada de esto me va a importar. 

David comenzó a reírse. 

–¿De qué te ríes? 

–Que te vas a Holanda para escapar de la enfermedad holandesa.
Es un concepto que nos enseñaron el semestre pasado. La enfermedad holandesa es el daño que produce a un país la entrada repentina y grandísima de dinero. Como cuando se descubren yacimientos de gas o petróleo. La nueva riqueza dispara la inflación, devalúa la moneda, estimula la dependencia. Todo crece hasta volverse mierda. Es como si el cerebro de la gente engordara y se llenara de grasa. 

–¿Por qué holandesa?


–Porque sucedió en Holanda, hacia el Mar del Norte. Pegadito de Francia y de Flandes. 

–De ahí son los flamencos.


–Flamencos hay en todas partes, Flavia. 

–No me refiero a las aves. Sino a que la gente que nace en Flandes se les llama flamencos. 

–¿Cómo las aves?


–Sí y como el baile también.


Flavia se levantó de la cama y fue hasta el baño. David también se levantó y se acercó a la ventana. Corrió una punta de la cortina y se quedó mirando hacia fuera.

–¿Y tú no piensas en irte? 

Flavia había regresado del baño y ahora le hablaba acostada en la cama.


–A finales de año para encontrarnos con mi papá.


–¿A Miami?


–Ajá. O a Costa Rica.


–Conociendo a los venezolanos, entiendo Miami. Pero, ¿Costa Rica? No comprendo por qué ahora todos se quieren ir para allá.


–En Costa Rica no hay militares.


–Pero hay venezolanos. Y cada vez más.


David observaba los carros que pasaban por el tramo de la autopista que se percibía desde la ventana. Entonces vio, como un cardumen de signos de interrogación, los cuellos de las garzas y los flamencos de madera. 

–¿Por qué se van? 

–Mi papá tenía negocios con el gobierno. No sé cuál fue el problema, pero ahora el gobierno le dio la espalda a mi viejo. Y él tuvo miedo de que lo metieran preso. 

–¿Te sientes mal?


–No.


–¿Qué tienes entonces? 

David regresó a la cama.


–Es sólo que me parece extraño que tres cosas distintas lleven un mismo nombre. 



*

Esa semana La Vida Bohème sólo se presentaba el miércoles y el jueves. Las dos veces en el mismo bar. El fin de semana estarían de gira por algunas ciudades del interior del país. La ansiedad por verla se mezclaba con la seguridad de que otra vez se encontrarían, una combinación de duda y confianza que le electrificaba los nervios. 

El local se fue llenando a medida que se acercaba la hora del toque. Hasta el momento Flavia no había aparecido. Tampoco Verónica. David comenzó a preocuparse cuando escuchó los primeros acordes de Radio Capital. Observó el concierto desde una esquina, sin brincar, emborrachándose, dejando que los efluvios coloridos de la tempera que la banda lanzaba desde la tarima lo salpicaran. Siempre atento a la aparición de Flavia, imaginándose la extraña aventura que le contaría para explicar su tardanza. 

Flavia no se presentó. Verónica tampoco. A la salida, sentado en un muro de concreto, vio a Miki. David se alegró de encontrarlo, aunque sólo lo conociera de aquella madrugada que bajaron a la playa. 

–¿Dónde andabas? –le dijo David como saludo.


Miki se sobresaltó y tardó unos segundos en reconocerlo. 

–Llegué tarde y no pude entrar. 

Miki tenía un moretón en uno de sus pómulos y un brazo enyesado. David estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado, pero prefirió no tocar el tema. Las palabras sobre el dolor también son dolorosas. Por eso le gustaba tanto la canción. “Y el ¿qué pasa? te molesta y te tumba el pecho como una avalancha/ y aunque a veces te molestes nunca te abandonaré/ otra vez”. Le gustaba porque le hablaba de sí mismo y no de otra persona, como creía Flavia, tan romántica. 

–¿Qué pasó con las muchachas? ¿Por qué no vinieron? 

Miki se le quedó mirando un buen rato.


–¿Qué? –preguntó David.


–¿No sabes lo que pasó? 

Entonces Miki le contó lo sucedido:
los giros que habían dado la noche del domingo; la alcabala que los detuvo con unos policías que después no parecían policías y que al final sí resultaron ser policías; la droga que les encontraron; el momento turbio en que lo separaron a él de Verónica y de Flavia; sus protestas y los golpes que recibió y que le hicieron perder la conciencia; el amanecer atolondrado y el vano intento de que Flavia y Verónica pusieran la denuncia; las amenazas telefónicas al día siguiente por parte de los policías recordándoles que eran policías; la decisión de los padres de Flavia de sacarla del país. 

–Te cuento esto porque sé que eres un caballero y no vas a decírselo a nadie. Y porque sé que tuviste algo con Flavia. 

Tuviste, pensó David.


–¿Y qué haces aquí?


–No sé. No podía dormir. Me cayeron a coñazos afuera y ahora resulta que tengo miedo de estar en casa. –dijo Miki.


Como un sparring, pensó David. La ciudad era el sparring y el cuadrilátero y el público y el contrincante. Y uno siempre era uno mismo. 

–¿Cuándo se va Flavia? 

–Mañana.

Revisó su reloj y agregó:

–Bueno, en realidad, en unas horas. 

David recordó los flamencos y las garzas que siempre veía en la autopista camino a la Universidad y, sin despedirse de Miki, fue a buscar su carro. 


*

La herida era pequeña pero no paraba de sangrar. A cada momento David debía interrumpir la labor para restañarla con su franela. La sangre, a esa hora de la madrugada, era indiscernible de la tempera. 

Finalmente, desarraigó al animal. Las cabillas de las patas descansaban sobre una base de metal. En la base y en las patas recaía el peso de la figura. La tomó por debajo y por el cuello, portándola como una bandera o como una lanza. Flavia sabría que había sido él y entendería muy bien el significado de encontrar en el jardín de su casa, la misma mañana de su partida, un flamenco como aquel. 

Lo puso con cuidado en el hombrillo y después atravesó la reja oxidada. Volvió a tomar al flamenco por la base y por el cuello y se dispuso a regresar. Entonces vio una sombra que hurgaba en su carro. 

Apretó con todas sus fuerzas al flamenco. La sombra había logrado zafar la cerradura y ahora maniobraba en los bajos del asiento del piloto. David volvió a apretar al flamenco hasta quebrarle el cuello. 



*

Una vez al volante, David aceleró. En el asiento trasero descansaban la cabeza y el cuerpo del flamenco. Tenía el pico manchado de sangre. Luego volvió a ver la imagen del hombre temblando, la oscura fuente que manaba de su cabeza untando el asfalto. Pronto recogerían el cadáver y la sangre se secaría, como también se había secado su propia sangre y la tempera en su franela. 

Por Bello Monte, antes de tomar el puente sobre el río Guaire que conduce hacia Plaza Venezuela, se detuvo. Faltaban pocos minutos para las cinco de la mañana. Se bajó del carro sin prisa, abrió una de las puertas traseras y sacó al flamenco. Subió la pequeña cuesta de la barranca del río y arrojó los restos del ave al cauce podrido. 

De regreso en el carro, giró hacia Plaza Venezuela. Después tomó la autopista en dirección oeste. Cuando cruzó el primero de los túneles que van hacia el aeropuerto, que descienden en picada ardorosa y húmeda hacia las playas de La Guaira, puso el disco. Buscó la canción número cuatro y la cantó con todas las fuerzas de sus pulmones, reventando las vocales de sus cuerdas, sintiendo en las lágrimas que le bajaban por el rostro la promesa del mar. 

Cantó la canción como nunca antes la había cantado. Por primera vez, sin dudas ni remordimientos, la cantó para sí mismo. 

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